Larra se pasmaba de la extraña fatalidad por la que
el hombre anhela siempre lo que no tiene. Un deseo innato de amar y ser amado
que no le impide que, gozado el bien que desea, ya maldice del amor y sus
espinas.
Articulaba que quien no tiene barba la
quiere y, cuando le sale, maldice al barbero y la navaja. Le choca la mujer del
prójimo, se esfuerza y la consigue. Desde entonces teme que el marido se entere
y reclame reparación. Gana lo que gana de sueldo y, aunque le llega, quiere más
porque su sacrosanta libertad no permite ser torpedeada…
Así le pasa a un conocido mío, al que
no le gusta mandar, pero le repatea las tripas que le ordenen, de modo que
destripa a su jefe para que lo pongan a él en su lugar. Despotrica contra
alguaciles, concejales y dependientes municipales no porque quiera hacer su
trabajo, sino porque cree que él dispondría mejor como alcalde. Sin embargo, no
tiene intención de presentarse a las elecciones porque estaría en boca de todos
y eso indignaría su dignidad.
Cree con sinceridad que trabajaría a
satisfacción tanto festejos como cultura, pasando por medio ambiente y comunes,
sin olvidar urbanismo, hacienda y el resto de las áreas municipales. Pero le da
pereza. Ha de hacer tantas cosas (trabajo, familia, vermut, partida de cartas…)
que no sabría qué dejar, porque en todas es necesario y reclaman su presencia.
Un pequeño empujón quizás resolviera su conflicto de ansiedad. Yo se lo daría,
pero no me atrevo, no vaya a ser que, después, me eche en cara los sinsabores
de la Alcaldía.
Entretanto, esparce y aventa sus ideas
en la plaza, en el bar, en la tienda… donde quiera que haya alguien que tenga a
bien escucharle. A lo gratis, sin contraprestaciones, porque le sale, porque es
como es.
En la plaza de toros ejerce de
aficionado entendido; ante una calle con el pavimento abierto se convierte en
perito de obras públicas; en los conciertos desgrana sus saberes musicales; en
cualquier momento y lugar requiere a los municipales comunicando alborotos,
infracciones de tráfico y anomalías sobre seguridad ciudadana… De todo habla y
opina con sana crítica constructiva, sin ánimo de enojar a los responsables,
sólo aportando su punto de vista por si resultara oportuno.
En ocasiones, no muchas, se enfada
porque no le hacen caso, porque los oyentes hacen como que sí, pero es que no.
Estas eventuales contrariedades y decepciones por la escasa repercusión de sus
atinadas observaciones le hacen su mella, hieren su amor propio y sentido
ciudadano, pero se recupera pronto y sigue a lo suyo.
Así da gusto. Gente con criterio y
ganas de hacer pueblo. Con un pequeño arreón, igual en las próximas elecciones
nos llevamos una sorpresa.
Juan Manuel Campo
Vidondo
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