jueves, 3 de septiembre de 2015

Daños colaterales de las vacaciones.

        Iba yo distraído como de costumbre, cavilando menudencias, mirando al suelo sin rumbo fijo, como otras tantas mañanas o tardes, saludando a conocidos si me daba cuenta de su presencia y los distinguía sin gafas, que las circunstancias de la edad imponen limitaciones no queridas.
        En tal situación anímica, recibí una brutal palmada sobre mi hombro y me volví para conocer al autor de tan efusivo saludo, ya que no lo interpreté como agresión pura y simple.
        Resultó ser un amigo de los de toda la vida, que acababa de venir de vacaciones. Me invitó al bar y no pude negarme. En la barra, me contó el viaje de ida, el de vuelta y la estancia entera, sin prisa, con detalle. Mi papel se limitaba a mirarlo y sonreír con movimientos afirmativos de cabeza.
        Pasaba el tiempo y nadie nos interrumpía. Las miradas furtivas al reloj y los intentos de disculpa esgrimiendo obligaciones que cumplir no funcionaban. Seguía su narración sin vacilaciones, incluso con entusiasmos momentáneos. Me hacía guiños de complicidad, alababa un monumento, criticaba una costumbre, elogiaba una comida… En conjunto, me recomendaba el viaje como al amigo que yo era.
        Pidió otra ronda a su cuenta para completar el relato, volviendo sobre lo dicho para enfatizar aspectos que consideraba interesantes o creía que no habían quedado suficientemente claros. Más de una hora después, cuando bien le pareció, argumentó que se alegraba de verme, pero tenía obligaciones y debía marcharse. Ya terminaría en otro momento.
        A esas alturas, ya me daba lo mismo que se fuera como que no. Me había acostumbrado al ambiente, al sonsonete de su voz, al acomodo de mi mano en la barbilla que el nuevo golpe que me encajó para despedirse desajustó.
        Me encaminé hacia casa con el único propósito de que se me despejara la cabeza en compañía de una querida soledad. Me sentaría en el sillón, de esos que dan vueltas sobre su eje, como mi amigo, y, si era preciso, me tomaría un paracetamol.
        No tenía intención de marcharme de vacaciones, porque ya a mi edad pocas veces gusto de alterar el orden que en mi manera de vivir tengo hace tiempo establecido. Pero decidí que sí me iría, aunque fuera en octubre o noviembre. Y a la vuelta, al que le tocase se iba a enterar de lo que es el poder adquisitivo. Palabra.

                            
                       Juan Manuel Campo Vidondo
       




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