El médico me dijo que hiciera lo que me diera la
gana, que ya era mayorcito. En su opinión, debería cuidarme porque el rey de
bastos planeaba en silencio, esperando su oportunidad como otras veces.
Pensé que igual tenía razón, que no
siempre iba a contar con la suerte, que, quizás, convenía hacerle caso. Me vino
a la cabeza aquello de Hemingway de que un hombre debe saber cuando se acerca
el momento de dejar el tabaco, el alcohol, la vida, o los tres, por orden o
juntos.
En el fondo, no podía quejarme. El
tiempo me había tratado con cortesía. Había sido mucho más clemente en su
devastación conmigo que con la mayoría de quienes conocía, en especial de las
mujeres, que, además, se lamentaban de su falta de misericordia. Un amigo me
había comentado al respecto que no le daban ninguna pena, que aguantasen como
él, que siempre había sido feo y mal considerado por ellas, que ninguna valía
más de un billete o una noche en vela. En mi caso, he de reconocer que no me
preocupaban más allá de lo razonable. Lo que me ocupaba era seguir vivo el
mayor tiempo posible y, claro, en las mejores condiciones.
Aunque sentía nostalgia de mi juventud,
había descubierto que el otoño tranquilizaba, que aún mantenía dudas sobre
muchas de las cosas que me rodeaban, y eso me hacía sentirme joven. Odiaba la
certeza y la comparaba con un virus maligno que contagiaba de escepticismo y
desesperanza. Estaba harto de las alusiones a la experiencia como madre de la
ciencia y me parecían meras tapaderas de la ignorancia.
De algún sitio de mi memoria saqué que
el boletín de enganche de la Legión Extranjera se dirigía a los que la
existencia había decepcionado, a los que vivían sin horizontes, y les prometía
honor y provecho a cambio de convertirse en novios de la muerte.
Aquello me convenció de lo contrario y
cerré el círculo de mi confianza en la ciencia prometiéndome que haría caso al
médico. Procuraría vivir en las mejores condiciones todo cuanto me diera mi
carga genética, aunque sólo fuera para tocar los cojones a algún mal nacido de
los que se especializaban en tocarlos a los demás y vivir a sus costas. Tajo no
iba a faltar. Que esperase Hemingway.
Juan
Manuel Campo Vidondo
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