Ya me había cansado de andar y el calor pegaba a
modo, así que en cuanto llegué al pueblo me metí en el primer bar que encontré.
Pedí una cerveza bien fría y miré por dónde paraba el periódico.
Un señor con gafas, sentado a una mesa
con una botella de agua, lo leía con calma. Malo, me dije, los que beben agua
no suelen tener prisa. Y así era: pasaba las hojas con parsimonia,
acompañándose de minúsculos sorbos del botellín.
La camarera lo llamó por su nombre y le
preguntó si le apetecían cuatro olivas. Contestó, sin mirarla, que no, que
había almorzado. Al parecer, esperaba a alguien porque al tiempo de pasar las
hojas miraba hacia la puerta. Mientras tanto, la cerveza, casi sin gas,
apagada, sin vida, me entretenía la espera.
Un buen rato después, el parroquiano
llegó, por fin, a la última página, recompuso el periódico, lo dobló, y lo apartó
un poco hacia un lado. Apurando el último trago, sin dejar de mirar por si
aparecía en escena algún otro potencial lector, me dirigí hacia la mesa con la
sana intención de pedírselo con educación. Sin embargo, metió la mano en su
bolso, sacó un bolígrafo, volvió a abrir el periódico, buscó la página de
pasatiempos y se puso a resolver el crucigrama.
Con rabia contenida, contrariedad mal
disimulada y amagos de ansiedad, volví sobre mis pasos hasta la barra y pedí otra cerveza en un tono que no admitía
dudas sobre mi estado de ánimo.
Al minuto, apareció un paisano que
saludó amistosamente al empedernido lector, de modo que pensé esperanzado que
lo cerraría y se pondría a hablar con él. El recién llegado pidió en la barra,
se sentó al lado, y, cuando ya me disponía a abalanzarme sobre el diario, noté
con desesperación que se ponía a corregir los errores que cometía el supuesto
amigo.
Mi paciencia se agotó de repente.
Abandoné. Me marché. Hasta pensé en llegarme a la librería y comprarlo. Recordé
que en otro bar de otro pueblo había leído un cartel que decía: Este establecimiento compra la prensa diaria para que nuestros
clientes la ojeen o la lean dentro del bar. Si alguien necesita un estudio más
profundo del periódico, rogamos lo comunique a la dirección…
Pensé en proponer al dueño del bar
que colocara uno similar, en lugar bien visible, para conocimiento y
recordatorio de la parroquia. Sabíamos que la consumición traía aparejados
derechos de uso, y se daba por descontado que tales atribuciones fueran
ejercidas con tiento, sin intención de acaparar, con un ojo puesto en el
vecino.
Trataba de convencerme de la validez de
mis razones, pese a que algo me decía que lo que me jodía era que lo leyeran en
el tiempo que yo me había reservado para mí mismo. En el fondo, me había
quedado sin leerlo por llegar tarde y porque no quería comprarlo. Poco más de
un euro hubiera resuelto el problema y el cabreo, pero… ¿Avaricia? ¿Egoísmo?
¿Qué se joda el prójimo? ¿La condición humana? ¿La crisis? ¿De todo un poco?
Juan Manuel Campo
Vidondo
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