miércoles, 5 de agosto de 2015

La muela

        Dolía, ya lo creo que dolía, desde que me había despertado, y antes de dormirme también. No podía hacer el avestruz. Una cosa es hacerse el tonto y otra hacerlo de verdad. Se imponía una decisión brutal, heroica, de las de recordar. Cogí el teléfono y llamé a la dentista. Le expliqué qué me pasaba y me contestó con dulzura que me presentara a la voz de ya.
        Aunque no dudé, me até una liza a los atributos sexuales, a través de un agujero en el bolsillo del pantalón, por si acaso flaqueaba. A buen paso me presenté en un boleo en la consulta. La enfermera me recibió con una sonrisa exquisita, me señaló un sillón y me comunicó que en cinco minutos me haría pasar. Aguanté como los hombres, echando lo que hay que echar, con dos cojones, apretando los puños y los dientes.
        Apareció con una mascarilla tapándole la cara. Unos ojos brillantes me invitaron a seguirla. Me senté en el sillón, lo tumbó y me dijo: Ábreme grande. No sin temor, obedecí y noté un pinchazo agudo: Aguantá. Te estoy poniendo anestesia. Por tres veces repitió la operación, pero la muela no terminaba de dormirse. Así no puedo trabajar. Tomate estos medicamentos y regresá en unos días.
        Aliviado pese a todo, salí rápido por si cambiaba de idea. Ya en la calle, un amigo me paró y me preguntó por la cara hinchada. Se lo expliqué, pero no se lo creyó. Su diagnóstico fue que aquello era un flemón, la muela estaba infectada y mejor sería que me viera otro dentista. Aún no me había repuesto de la sorpresa por los conocimientos que me demostraba mi compadre, cuando se acercó otro conocido, al que mi amigo le contó el caso y coincidió por completo en las medidas a tomar, excepto en el nuevo dentista, ya que él conocía otro mucho mejor y más barato.
        Concluidas las valoraciones, se despidieron argumentando que llevaban prisa, no sin volver a aconsejarme, cada uno por su lado, que les hiciera caso, que las muelas eran una cosa muy seria y no se podían dejar en manos de cualquiera.
        No sé si me quedé con la boca abierta o cerrada ante tanta sabiduría desperdiciada, dado que mi amigo trabajaba como funcionario del Ayuntamiento y el conocido ejercía de camionero.
        Llegué a la conclusión de que este país desperdiciaba talentos a patadas, que así no se podía progresar en condiciones. 

                        Juan Manuel Campo Vidondo
        
        




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