Dolía, ya lo creo que dolía, desde que me había
despertado, y antes de dormirme también. No podía hacer el avestruz. Una cosa
es hacerse el tonto y otra hacerlo de verdad. Se imponía una decisión brutal,
heroica, de las de recordar. Cogí el teléfono y llamé a la dentista. Le
expliqué qué me pasaba y me contestó con dulzura que me presentara a la voz de
ya.
Aunque no dudé, me até una liza a los
atributos sexuales, a través de un agujero en el bolsillo del pantalón, por si
acaso flaqueaba. A buen paso me presenté en un boleo en la consulta. La
enfermera me recibió con una sonrisa exquisita, me señaló un sillón y me
comunicó que en cinco minutos me haría pasar. Aguanté como los hombres, echando
lo que hay que echar, con dos cojones, apretando los puños y los dientes.
Apareció con una mascarilla tapándole
la cara. Unos ojos brillantes me invitaron a seguirla. Me senté en el sillón,
lo tumbó y me dijo: Ábreme grande. No
sin temor, obedecí y noté un pinchazo agudo: Aguantá. Te estoy poniendo anestesia. Por tres veces repitió la
operación, pero la muela no terminaba de dormirse. Así no puedo trabajar. Tomate estos medicamentos y regresá en unos
días.
Aliviado pese a todo, salí rápido
por si cambiaba de idea. Ya en la calle, un amigo me paró y me preguntó por la
cara hinchada. Se lo expliqué, pero no se lo creyó. Su diagnóstico fue que
aquello era un flemón, la muela estaba infectada y mejor sería que me viera
otro dentista. Aún no me había repuesto de la sorpresa por los conocimientos
que me demostraba mi compadre, cuando se acercó otro conocido, al que mi amigo
le contó el caso y coincidió por completo en las medidas a tomar, excepto en el
nuevo dentista, ya que él conocía otro mucho mejor y más barato.
Concluidas las valoraciones, se
despidieron argumentando que llevaban prisa, no sin volver a aconsejarme, cada
uno por su lado, que les hiciera caso, que las muelas eran una cosa muy seria y
no se podían dejar en manos de cualquiera.
No sé si me quedé con la boca abierta o
cerrada ante tanta sabiduría desperdiciada, dado que mi amigo trabajaba como
funcionario del Ayuntamiento y el conocido ejercía de camionero.
Llegué a la conclusión de que este país
desperdiciaba talentos a patadas, que así no se podía progresar en
condiciones.
Juan Manuel Campo
Vidondo
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