Miré por la ventana para ver qué día hacía. Giré la
cabeza describiendo un semicírculo que no llegué a completar porque la vista se
me quedó fija en la acera de enfrente.
Una pareja de latinos, que venía
andando con parsimonia, se paró para echar una ojeada a las barquillas que el
tendero había dejado pegadas a la pared. Tras un recorrido de los productos,
perceptible por el movimiento de cuellos y cabezas, el hombre hizo un gesto de
atención, al tiempo que señalaba un saco de patatas con su mano derecha. Sin
más indicaciones, la mujer se inclinó hacia él, lo agarró con las dos manos y
se lo echó al hombro. Mientras tanto, el varón entró en la tienda, pagó y salió
al momento.
Los dos se encaminaron calle abajo: la
mujer, con el saco; el hombre se conformaba con llevar una bolsa de plástico vacía. Sin prisas, como
de paseo, campechanos ambos, familiar donde cabe. Una escena espontánea, llana
y sencilla, en absoluto forzada, que parecía responder a una lógica interna y propia. Ninguno habló. Todo resultó
natural. Hasta a mí me lo pareció.
Se lo contaría a una de mis amigas
feministas para que me diera su punto de vista y, claro, su valoración. Según
qué me dijera, le plantearía lo mismo a otra amiga ecuatoriana. Pensé incluso
en hacer una encuesta informal e indagar con una marroquí, una eslava y una
senegalesa. El conocimiento no entiende de límites.
Juan Manuel Campo
Vidondo
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