jueves, 14 de agosto de 2014

Por el mar corren las liebres.

La semana pasada andaba yo tranquilamente por la calle cuando me paró un amigo. De sopetón, me lanzó que aún se estaba riendo, a lo que, claro, le pregunté por qué. Con los ojos brillante y acuosos que da la risa, me miró y contestó que acababa de ver el Telediario y le había dado mucha risa, mas que otras veces. Llegó incluso  a citarme frases e ideas, las que concluí que mi amigo había sobrepasado su límite de elasticidad, es decir, que se había roto.

Listo como es, me adivinó la intención y se apresuró a sacarme de dudas, osea, que no me preocupara, que estaba bien, que no tenía fiebre ni deliraba, que no sufría de paranoia, que, en resumen, se sentía y estaba cuerdo. Repitió que no le pasaba mas que lo de la risa. Medio me convenció, aunque volví a titubear cuando me invitó a un café y se puso a cantar aquello de 

        Ahora que estamos solitos
        vamos a contar mentiras...
        Por el mar corren las liebres,
         por el monte las sardinas...

Finalmente, menos mal, enlazó todo el discurso, contando que el motivo de su estado de humor, hilarante y hasta laxante, provenía de las declaraciones del gobierno antes de tomarse las merecidas vacaciones de agosto. A partir de ahí, no dudé, conecté con mi colega y me sentí solidario, pero no me dio por reírme. Lo intenté pero fue que no. Cada uno es como es.

Por el contrario, me sumí en reflexiones como que en los cuarenta años que podía recordar nunca había vivido semejante crisis de confianza en el gobierno, en las instituciones y hasta en el paisanaje. Las reglas del juego se tambaleaban o, quizás, eran las de siempre, por mucho que algunos hubiéramos creído que habían sido puestas en solfa. Ahí estaban el cada uno para su sí, la ley del más fuerte, la jungla de asfalto, a ver cómo te engaño y no me engañas, los tontos no se hacen ricos, los pobres están para lo que están...

En mi ingenuidad permanente, comprendí que todo seguía igual, que las reglas se habían adornado o disfrazado, que se les había dado un aire de modernidad, que se les había cambiado la camisa al estilo de las serpientes, pero que los retoques se habían trazado para mantener todo como siempre. 

El gobierno se pavoneaba con declaraciones triunfalistas de que, por fin, la crisis se estaba terminando, que íbamos a ser el asombro de Europa y del mundo entero, que se nos iba a recompensar por lo bien portados que habíamos sido aguantando los recortes y los rescates. De pasada, mencionaban la sanidad, la educación, los bancos y las cajas, los desahucios, los comedores sociales, el desempleo, la precariedad... Todo volvería a ser como antes, mucho mejor que cuando gobernaban los otros, porque nos lo habíamos merecido. Habíamos sufrido y, ahora, tocaba recoger.

Mi amigo no paraba de troncharse mientras yo cavilaba. Se preguntaba de qué país estaban hablando, si el de la locomotora alemana o el del locomontoro de aquí, ese ministro que hablaba con esa sonrisa ten suya entre hiena y hurón. Mi amigo quería emular a los alemanes, aunque muchos fueran luteranos, porque, para mas inri, habían ganado el mundial de fútbol y, además, en otro continente, la primera vez en la historia. Decía que lo habían conseguido basándose en los principios de siempre, los que proclamaban que donde estuviese un buen consejo de administración que se quitasen las asambleas, con las que no se lograba mas que perder tiempo y energía. 

Procedía, pues, grabarse bien grabado que lo primero es uno mismo y, para acompañar, el copón de la baraja y su hermanico. Lo demás, sandeces. No cabía sino dar la enhorabuena y las gracias a quienes nos habían conducido en semejante trance. Nos iban a devolver los caramelos que nos habían quitado, no sin poner en los envoltorios, con letras bien claras y dibujos llamativos aquello de 

        Trabaja, niño, no te pienses
        que sin dinero vivirás.
        Junta el esfuerzo y el ahorro,
        ábrete paso, ya verás
        cómo la vida te depara
        buenos momentos, te alzarás
        sobre los pobres y mendigos
        que no han sabido descollar...

        La vida es lucha despiadada,
        nadie te ayuda si no das.
        Y si tú solo no adelantas
        te irás quedando atrás.
        Anda, muchacho, dale duro,
        la tierra toda, el sol y el mar,
        son para aquellos que han sabido
        sentarse sobre los demás...

        Me lo decía mi abuelito,
        me lo decía mi papá...

No tenía más remedio que darle la razón a mi amigo. Pese a todo, me quedaba la duda de por qué costaba más tiempo hacerse culto que rico, siendo que esto último era lo más importante. Me permití dedicarle algún rato perdido. Si no, ya le preguntaría a algún consejero o al párroco.

        

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